Una semana son siete días, 168 horas, 10.080 minutos, 604.800 segundos… Una semana es una vida… y una muerte. El pueblo sanlorencista asiste al instante acaso más crucial de su historia. Desde todos los rincones de la Argentina y el mundo, los cuervos permanecemos expectantes como nunca ante “el instante crucial” del glorioso inventario azulgrana. La cita deportiva más destacada en el calendario de los 106 años de San Lorenzo de Almagro está al llegar. Ahora que la multitudinaria hinchada santa permanece ansiosa en los umbrales de una tan esquiva gloria continental, todos hablan de “la espera”. De esta espera de una semana que comenzó el pasado miércoles cuando supimos que estábamos en la final de la Copa Libertadores.
Todos la “matan” o la distraen a su modo…
Como pueden la adormecen o la agigantan, la esquivan o la ensalzan. Muchos ni
quieren pensar y otros tantos imaginamos obsesionados, día y noche, el momento en
que la pelota comenzará a rodar para intentar sepultar de una buena vez un
fantasma que desde 1960 ronda sobre nuestras almas, nos asfixia y no nos deja
respirar.
En momentos tan especiales de emociones y
recuerdos, de cuentas regresivas y de cuentas deportivas por saldar, convendría
reflotar en la memoria otra “espera”…que también duró una semana, 168 horas,
10.080 minutos… Ese paréntesis representa la contracara del éxtasis y el júbilo
actuales. Duró siete días enteros, como ahora, y fue el lapso de un letargo fugaz,
de una batalla silenciosa por la vida y de un angustioso peregrinar hacia la
muerte. Uno de los próceres más ilustres de la galería de héroes azulgranas se
despedía de este mundo hace 92 años.
El destino y los azares, las paradojas y
sus misterios, las coincidencias y jugarretas del tiempo han querido que San
Lorenzo de Almagro afronte el primero de los dos partidos finales coperos -insuperables
desde la trascendencia- el próximo 6 de agosto. Ese mismo día, pero de 1922,
dejaba de respirar Jacobo Urso. Una semana previa de agonía en el Hospital
Ramos Mejía de Buenos Aires quedaron marcadas a fuego (y a lágrimas) en cientos
de hinchas que emprendieron una vigilia conmovedora a las puertas del centro
médico, implorando por un milagro.
Urso representa y sintetiza como nadie la
eterna y sagrada llama del amateurismo, por más que los avatares de la
posmodernidad se empeñen en apagarla. A los más chicos habría que contarles,
cuando sus papás, abuelos o tíos les regalan la primera camiseta de San Lorenzo
de sus vidas, quién fue este hombre y qué significará para siempre en el
horizonte de nuestro club. Deberíamos narrarles a nuestros hijos y nietos,
cuando les obsequiemos el primer carnet de socios del club, cuándo y por qué él murió, cómo y a quién amó
más que a su propia vida.
Sería un ejercicio de estricta justicia,
como lo es ahora repasar fugazmente esa “espera” que se volvió despedida y
comenzó a tener lugar el 30 de julio del 22, tras un partido entre San Lorenzo
y Estudiantes de Palermo. Aquella tarde tuvo lugar una jugada desgraciada. (N.de R: le estoy escribiendo ahora, más que
nada, a mis hijas, para reparar semejante omisión, porque yo tampoco les había
hablado nunca de Jacobo).
Fue a trabar una pelota de tiento con el ímpetu
y la fiereza de un auténtico forzoso de Almagro. Había heredado como nadie el
legado de aquellos fundadores y pioneros de nuestro club. Chocó con los
adversarios, dos tipos que se llamaban Van Kammenade y Luis Comoli, y ahí nomás
se desplomó en el césped raleado de la cancha rival, situada entonces en
Figueroa Alcorta y Dorrego. Era una tarde soleada y muy fría, según cuentan las
crónicas de la época. En el cruce se rompió dos costillas. Una le perforó el
riñón.
Pero Jacobo se levantó, increíblemente, a
pesar de su dolor que había sonado como un ruido seco y terrible en el momento
del golpe, y decidió seguir jugando. No quería dejar a su equipo con uno menos.
No quería abandonar la cancha. Comenzó después a vomitar sangre sobre el
terreno, y en las tribunas y en el campo todos se quedaron perplejos. Sus
compañeros y los contrarios se le acercaron para suplicarle que abandonara el
cotejo. Debía ser asistido con urgencia por los médicos. No lo hizo. No lo
quiso. Siguió cabeceando balones en los córners, trabando pelotas disputadas, y
desangrándose por dentro y por fuera, Al término del encuentro, que acabó 1-0
para San Lorenzo, se dejó llevar finalmente al hospital, casi inconsciente.
Una semana duró su insoportable y estoica
lucha por sobrevivir… 7 días, 168 horas… Un período de tiempo exacto al
transcurrido ahora entre el final del partido contra Bolívar y el que está por
llegar contra Nacional de Paraguay, casi un siglo después. Un compás de espera de
miles de sanlorencistas, que fue similar en plazos temporales a lo que ahora nos
ocurre. Obviamente, en otro contexto. Según recogió el Telégrafo de Buenos
Aires, el 3 agosto de 1922 había cientos de hinchas a las puertas del hospital…
Esperaban un milagro, suplicaban esperanzas, daban fuerzas desde afuera, en
aquella pausa que aún arrojaba mínimas probabilidades de cura.
Ese mismo día, Urso aún podía hablar.
Confesó al Telégrafo: “No lamento por mí no poder jugar por un tiempo, sino por
mi club que necesita de mis esfuerzos para escalar los puestos que faltan para
colocar a San Lorenzo a la cabeza del campeonato. Con las tribunas que hemos
construido San Lorenzo es el mejor club de Buenos Aires”.
Jacobo Urso murió tres días después de
aquellas palabras, el 6 de agosto de 1922, a las 18.50 horas. Tenía 23 años.
Tal vez San Lorenzo sienta como nunca antes la plenitud de su vida, a partir
del próximo 6 de agosto, a las 20.15 h. Una semana es una espera… es la vida y
una muerte. Una semana puede ser la resurrección, un 6 de agosto del 22 y del
2014. Las dos fechas cierren tal vez un círculo perfecto. Porque ser de San
Lorenzo es vivir, morir y resucitar intensamente… es llanto de dolor y éxtasis
de pasión. Es silencio de hospital y es estruendo de gradas colmadas. Es vigilia y rezos del padre Lorenzo para que un
infortunio no nos arrebatara a uno de los nombres más grandes del inventario de
amor azulgrana, y es ilusión del Papa Francisco para que podamos consumar en
breve la hazaña jamás alcanzada.
En la víspera de este sueño de todos,
pienso en la antesala de la muerte de Urso. En la espera conmovedora de todos
los hinchas de San Lorenzo ante lo que viene en Paraguay, imagino a los hijos,
nietos y bisnietos de aquellos hinchas que se acercaron al hospital de Ramos
Mejía un invierno del siglo pasado, para implorar la recuperación de un joven que
ya es inmortal. Como Jacobo, aquellos que suplicaron en las calles para que él sobreviva
ya no están en este mundo. Pero estoy seguro de que algún cercano o lejano
descendiente de ellos estará presente en las tribunas, en el encuentro que se
avecina.
Permítanme esta licencia de hablarles de
los vivos y de los muertos, de los hinchas contemporáneos y de las memorias de
quienes ya se nos fueron. Cada uno enciende ahora su vela en la vigilia ante el
partido de nuestras vidas. Una multitud de almas bajo la lluvia acompañó en su
última morada el féretro de Urso hasta el viejo cementerio del Oeste, en La Chacarita,
tras una semana de tensión e insomnio. Otra multitud marcha por estas horas
rumbo a Asunción, o piensa dónde y con quién verá el partido de nuestro siglo y
chirolas de vida desde cualquier sitio del planeta.
De domingo a domingo, Urso. De protagonizar
una jugada maldita a ser transportado en un féretro por el Viejo Gasómetro, en
sentido homenaje de despedida de los integrantes de su equipo y de la selección
de Checoslovaquia, que justo jugaba aquellos días un partido amistoso en el
mítico Wembley porteño.
De miércoles a miércoles, este San
Lorenzo versión siglo XXI. Desde el preciso instante que el árbitro pitó el
final del partido en la altura boliviana, al gran día que se acerca. Dos
esperas, ¿o una sola? Fue y será un 6 de agosto… Fue y será la fe de siempre,
para creer en milagros de vida y en campeonatos. Únicos, diferentes, especiales… Por
eso somos de San Lorenzo
A Jacobo Urso (7/4/1899 – 6/81922)
Peña Osvaldo Soriano de Madrid,
Diego Caldentey
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